viernes, 9 de marzo de 2012

¡Increíble! ¡Félix M. Pettorino es protagonista de una novela no escrita por él!



Autor de la novela: prof. J. Eduardo Barredo, ex alumno de la Universidad Católica de Valparaíso, Chile, obra escrita y editada durante su exilio en Cuba, el año 1987, Editorial Gente Nueva, Año XXIX de la Revolución, Ciudad de La Habana, 92 pp.

[Retazos iniciales de  “Los muros del silencio”, en los que no aparezco muy bien parado que digamos…].

            Esta universidad está extrañamente vacía, muy pocos son los estudiantes que deambulan por los desiertos corredores. Esto se debe a la época, ya que casi todos emprendieron el regreso a los hogares en distantes provincias, sólo quedan algunos rezagados que ultiman detalles de exámenes pendientes, o aburridos que matan el tiempo en busca de alguien con quien charlar, Con  lo fatal que estoy últimamente, es seguro que no encontraré a nadie, no sería raro que el director se haya ido de vacaciones; si es así, tendré que esperar hasta marzo para encontrar un guía para la tesis, lo que significará perder los dos meses de vacaciones. Claro, esperé hasta el último momento. Esto me pasa por aprobar Latín sin saber nada.
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            Esta universidad es dialéctica, viva como un organismo: se transforma continuamente. A cada rato hacen pisos nuevos por el peregrino procedimiento de dividir los viejos en dos, lo que determina la aparición de nuevas puertas y la clausura de viejas escaleras. Es una universidad kafkiana. Una vez encontré a una viejita que con voz angustiada me dijo: “-Joven, tenga la bondad de decirme cómo salir de aquí, hace media hora que doy vueltas y siempre llego al mismo lugar”. Con un poco de risa y otro de lástima, la asaqué del laberinto del Minotauro. Al despedirse me dio las gracias como si le hubiera salvado la vida.
            ¡Ah, por fin! ¡La oficina del director! Doy los consabidos toques en la puerta y en lugar del vozarrón de Iván Droguett que debería vociferar un carrasposo: ¡Adelante!, me abre cortésmente el mismísimo Félix Morales Pettorino.
            Félix Morales es un personaje pintoresco en el ambiente universitario, una especie de sabio imperturbable. Una vez desaprobó a un curso completo sin un suspiro. Ha escrito un montón de libros de Lingüística, capaces de dormir al mismo Prometeo y de ahuyentar al buitre que le almuerza las entrañas. Tiene fervientes admiradores y feroces enemigos, por supuesto que yo acampo con estos últimos. Sobre todo desde aquella vez que me desaprobó porque en un examen escribí la palabra “banal” con “v”. Sin siquiera pestañear me dijo: “-Un profesor de español no puede escribir errores de ortografía como ese. ¡Retírese! Yo argumenté porque esa palabreja se escribía así porque derivaba de “vano”. No se dignó contestarme, simplemente abrió la puerta y me mostró el pasillo…
Y ahora estaba allí. Mi primera intención fue perderlo de vista cuanto antes, pero me desconcertó con un escueto y espartano:
- ¡Diga!
-Bueno, yo…, no alcancé a decir más, porque me ordenó:
-¡Pase! –adornó la invitación con un leve gruñido, por lo visto estaba de buen humor -¡Siéntese!
Él lo hizo al otro lado del atestado escritorio del director. Debió ver en mi cara alguna interrogante, porque consideró necesario aclarar.
El director se fue de vacaciones, yo lo reemplazo por este período –luego de esta explicación para dejar sentado que no es un vulgar usurpador, continuó: -¡Qué quiere?
-Quería hablar con el profesor Droguett para que me indicara un profesor guía. Necesito hacer la tesis.
-¿En qué?
No sé por qué me hace esa pregunta, sabe perfectamente que entre la Lingüística y yo hay una guerra a muerte. Todas las asignaturas afines las aprobé con el mínimo.
-¡Literatura! –digo con alegría, sé que a él no le gustan las investigaciones literarias.
-Todos los profesores de Literatura están ocupados por lo menos durante un año y medio, -si no lo conociera bien, pensaría que me lo dice con cierta alegría.
-¿No hay otra posibilidad? Necesito empezar el trabajo de recopilación lo antes posible…
-No, en Literatura, no. Aquí tengo los informes de los guías. Ya todos están comprometidos.
El golpe es fuerte, trabajar sin título significa que en cualquier momento puede aparecer uno que lo tenga, y ya me puedo despedir de la plaza para siempre. Claro, eso al profesor Morales Pettorino le importa un rábano. Es mi problema. Como no hay más que decir me levanto, pero él no ha terminado la conversación.
-Siéntese, Eduardo, por favor- casi me da un síncope. Estoy seguro que yo le desagrado tanto como él a mí. Tengo la tentación de decirle que se deje de confianzas, pero me aguanto, es una persona mayor y mi profesor, todavía. Desgraciadamente.
Como me quedo con la boca abierta más tiempo de la norma para estos casos, considera necesario hacer una pausa que aumenta el minuto de la tensión.
-Yo podría guiarle la tesis- me propone. Si me hubiera dicho un viaje a Marte me habría sorprendido menos-. Sí, no me mire así. Tengo un proyecto que nadie ha querido aceptar –casi le digo que no me parece extraño, porque son pocos los osados que se embarcan en una tesis con él, pero no me deja abrir la boca-. Es un trabajo que usted podría hacer…
-Le agradezco la confianza –digo levantándome-, pero espero resolverlo de otro modo.
-¡No hay otro modo!, siéntese-. Obedezco por costumbre. –Usted tiene la necesidad de terminar su tesis en poco tiempo. Yo le garantizo un año de trabajo y tendrá su título en la mano.
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-Sí, me interesa terminar pronto –ya me tiene un poco cansado con su insistencia, él tiene un puesto seguro y yo tengo que defenderlo con garras y dientes.
-Pues bien, usemos las matemáticas- dice conciliador-. Dentro de un año y medio usted, tal vez, encuentre un profesor de Literatura; más un año de trabajo, dan dos años y medio, y muy probablemente, tres-. Espera con paciencia a que asimile tan complejo cálculo y luego continúa: “-Yo le garantizo un solo año de trabajo- agrega recalcando el número-. ¡Sólo un año! Y es algo que yo sé que usted podría hacer…
Me deja pensativo, la proposición es tentadora. Ya sé que para él no hay vacaciones ni domingos ni horarios fijos y que investigar bajo su dirección es una garantía de éxito. ¿Por qué ese interés en trabajar conmigo? Él sabe que soy un pésimo estudiante de Lingüística. Y esas palabras: “y es algo que yo sé que usted podría hacer…” El refrán dice que la curiosidad es la que mató al gato…, y no puedo dejar de preguntar ingenuamente:
-¿En qué consistiría?- recalco el uso del potencial para que no se crea que yo ya estaba comprometido…
Con su habitual economía de palabras me pide que espere unos minutos. Sospecho que ha ido a su oficina que está a dos puertas más allá, lugar conocido por los estudiantes como “el cubil”, esto es, ‘el sitio donde las fieras se recogen para dormir’. Regresa a los pocos minutos con un mapa agrietado y opaco que siempre había visto en una esquina y al cual jamás le había dado importancia.
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-Acérquese, por favor. El “por favor” está dicho con ese tono de las personas próximas a perder los estribos. -¡Mire!
Miro. Es un mapa bastante viejo, en una esquina está la fecha 1922 y representa de manera muy localizada un sector de la cordillera andina. No es de esos mapas de fábrica. Parece hecho por alguien que conoce el oficio y es extraordinariamente meticuloso en los detalles. Algunos de los pueblos que allí aparecen me son vagamente conocidos, en ningún caso son importantes. Lo curioso es que yo estuve en uno de ellos, aparece claramente en el mapa, es Coipe y está circunscrito con lápiz azul. En una oportunidad acompañé allí a mi padre en una cacería y pasamos tres días en casa de un campesino de apellido Manso.
-Conozco la región- digo con aires de entendido. -Son pueblos únicos.
Lo cojo fuera de base, porque puedo sacarlo de su impasibilidad, Me pregunta interesado:
-¿Por qué únicos? (…) Realmente el hombre está haciendo esfuerzos de voluntad y eso me intriga; no es su patrón de conducta. ¿Qué rayos espera de mí?
Observe la zona marcada con azul –me dice tratando de olvidar mis exabruptos.
-Ya vi. Ahí está Coipe. He estado allí.
-¡Interesante! Ahora me mira francamente interesado. -¿Oyó hablar de “El pueblo de los Bobos”?
-No, con los locales había suficiente –luego de decir esto me arrepiento. Por unos segundos parece que la conversación va a terminar allí. Pero se repone y decide continuar.
-¡Escuche y no me interrumpa! –dice terminante. –Le voy a explicar qué cosa quiero de ustedes. Luego haga las preguntas que se le ocurran.
Ese “ustedes” está raro, rarísimo; pero disciplinadamente me callo, en espera de las aclaraciones en la sección preguntas.
-Hace varios años- –continúa- que llegó a mis manos este mapa. Fue hecho por un geólogo, padre de un amigo de la infancia, Primera sorpresa: yo habría jurado que el profe Félix Morales Pettorino nació viejo, es inimaginable vestido con una marinera y chupando un bastoncito de azúcar. –En una exploración de trabajo cerca de Coipe se encontró un pueblo singular. (…) Hace muchos años, en la época de las guerras por la independencia, un grupo de españoles decidió huir para embarcar rumbo a su patria.. Parte del norte y de oeste estaban en manos del Ejército Libertador, por lo que se encaminaron en dirección sur bordeando la Cordillera. Ante el temor de encontrarse con las guerrillas se desviaron al este, pero se extraviaron en los desfiladeros andinos. Allí los sorprendieron las enfermedades y el invierno, por lo que se tuvieron que quedar en un valle. Pasó el tiempo y no pudieron salir, se sentían seguros en un lugar apartado y fundaron un pueblo…
-¿Es el señalado con la X?, pregunto, ya definitivamente interesado y pegando la nariz en el mapa. (La miopía es mi desgracia).
-Sí. ahí está. Los campesinos y arrieros de la zona lo conocen como “El Pueblo de los Bobos”.
No me atrevo a indagar el motivo de un nombre tan extraño por temor a que me pregunte si nací allí; pero por iniciativa propia cree que es necesario una aclaración y continúa:
… -Vivieron aislados mucho tiempo y se empezaron a casar entre ellos. Como es natural, se degeneraron, por lo que gran parte de sus descendientes son ciegos, mudos o débiles mentales. No tenían posibilidad de mezclarse con el resto de los pobladores de la zona y tampoco lo intentaron. No se tiene noticia de cuándo fueron descubiertos. Los campesinos más viejos dicen que han estado allí desde siempre. Utilizan un limitado sistema de trueque con los aldeanos de Coipe.
-¿Y el gobierno no ha intentado ayudarlos…, hacer algo?- otra vez me mira como si estuviera hablando imbecilidades, por lo que prefiero callar.
-¿Se da cuenta, mi amigo, de lo que ese pueblo significa? En sus ojos brilla una pasión desconocida… Y la verdad es que no me doy cuenta, por lo que digo evasivamente con cara de entendido:
- Interesante, muy interesante… (Y para mis adentros: ¡No sé que rayos tiene que ver esto con una tesis de Lingüística!).
-Imagínese. Aquella comunidad cerrada, sin contaminación cultural de ningún tipo. Debe mantener un lenguaje y unas costumbres casi idénticas a las de la Colonia. Allí –señaló el mapa- hay un trozo del siglo XVIII casi virgen. Es como si una máquina del tiempo nos entregara la posibilidad de investigar el lenguaje de la época.
-¡Caigo! Me propone nada menos que meterme en la Cordillera, hacer hablar a los bobos y a los cuerdos, para luego realizar un estudio. Me han dicho que con los espejuelos tengo cara de loco, pero nunca pensé que tanto. Estoy tentado de decirle que parece una buena aventura para el pato Donald y sus sobrinitos, pero veo en sus ojos tal entusiasmo que no me atrevo a destruirle la ilusión. Aunque …, pensándolo bien… ¡No!, no, no quiero saber nada con avalanchas, pumas ni precipicios.
-¿Qué me dice? Me mira directo a los ojos, como tratando de descubrirme las intenciones. Veo en él una ansiedad desconocida, seguramente es un proyecto largamente acariciado.
-Usted me dijo que nadie quiso aceptar esta tesis. ¿Por qué?-  Sé que es mala educación responder con preguntas. -¿Y por qué me hace esta proposición a mí?
-No la han aceptado porque en nuestra cordillera andina hay riesgos que usted debe conocer. Ellos no tenían motivación y usted la tiene- Como nada digo, pero pongo cara de interrogación, continúa: -Necesita hacer la tesis de título lo antes posible y no tiene quién lo guíe en esa ardua labor (una forma elegante de chantaje). –Además lo creo capaz de la empresa…
Me toca el amor propio (touché!), como exclaman los esgrimistas cuando han sido tocados con el botón del florete del adversario. Cada vez que me dicen algo así, trato de no quedar mal. (Debo tener algún complejo de inferioridad y el profe me tiene calado).
-Señor Morales, podría hacerlo-, le digo con osadía; pero meterme solo en la Cordillera son palabras mayores. He estado ahí y sé lo que significa-. Trato de dar un tono de seguridad a la voz, pero no lo logro del todo.
Se vuelve a sentar y yo hago lo mismo. Ambos estamos indecisos. Cuando creo que lo tengo convencido, me sale con un argumento lapidario:
-Usted anda siempre con un grupo de estudiantes de cursos inferiores: son alborotadores e irrespetuosos, pero parecen decididos. Propóngales hacer una investigación en equipo. Al terminar el quinto año, tendrán ya la tesis hecha…- Y cuando me pongo a argüir sobre los requisitos para que el estudiante inicie una tesis, agrega muy suelto de cuerpo: -No se preocupe por las cuestiones reglamentarias. De eso me encargo yo.
Me vuelvo a levantar y me paro frente al mapa. La distancia entre Coipe y la X parece minúscula, cuestión de centímetros, claro que en el terreno y en la Cordillera es otra cosa; pero no me parece tan formidable. Si los bobos tienen intercambio, debe de haber por lo menos un sendero. La verdad es que no resisto trepar por los riscos en aquellos lugares.
-¿Qué distancia hay?- le pregunto señalando el mapa.
-Unos veinticinco a treinta kilómetros- me muestra una sutil línea marrón. –Un pequeño sendero los comunica, bajan sus productos en mulos.
“Si pasan los mulos, pasaremos los burros”-pienso-. “No parece tan arriesgado, el problema es no perderse en los desfiladeros… Además hay un sendero…”. Luego me vuelvo hacia él, que está de pie y a mi lado.
-¡Trato hecho! Hablaré con los otros. Si están de acuerdo, partiremos después del Año Nuevo. (“¡Me embarqué solito! No sé cómo me convenció.).
Creo que por primera vez que lo conozco, lo veo sonreír
-Antes necesito algunas sesiones con el grupo para orientarlos en el trabajo; pero no se preocupe, profesor. Creo que con 3 ó 4 reuniones será suficiente. Si no logro convencerlos (lo que me parece raro que suceda), le avisaré.
-Se lo agradezco, Eduardo. Desgraciadamente no disponemos de medios para estas investigaciones. Y tenemos que hacerlas recurriendo tan solo a nuestra voluntad y audacia-. Luego agrega con auténtica nostalgia: -“Si yo tuviera unos años menos, por cierto que los acompañaría gustoso…”
-Le creo. Me agrada la gente que se apasiona por metas que están más allá de sí mismos. Desde ese mismo instante, y sin siquiera haberlo pensado, paso a ser uno de los neutrales respecto de él…
Nos despedimos con un cordial apretón de manos.

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La expedición para la tesis llega a un acuerdo.

-Si- digo haciendo una pausa chejoviana. Vamos a seguir. La semana pasada hablé con don Félix y me hizo una proposición.
Les cuento con pelos y señales lo hablado. A medida que avanzo en el relato los veo más atentos y pasando gradualmente desde el escepticismo hasta un interés cada vez más abierto. Y no permito ninguna interrupción hasta que termino. Me desconcierta un poco el hecho de que lo que más los entusiasma es el viaje. [Precisamente lo que más me disgusta].
Cuando termino, no tengo necesidad de esperar mucho. Erick Allesch es el primero en reaccionar.
-Yo voy, me parece una buena oportunidad. Una tesis con Morales Pettorino es una garantía (calla un momento y agrega): Una expedición de ese tipo debe ser muy bien organizada.
-Por supuesto- le digo antes de que termine- y tú eres la persona idónea para hacerlo. Asiente con la cabeza y supongo que su exacto mecanismo cerebral ya debe de estar distribuyendo el peso de las mochilas.
-¿Y? –miro a Miguel Galán, que no ha dicho nada. Se rasca la mejilla, señal de que está indeciso.
-Yo también –lo dice muy lentamente, como si le costara hablar. –La verdad es que tenía otros planes. Pero, ¿qué harían ustedes sin mí? Capaz que se pierdan o se los coman los cóndores.
-Gracias, si tuviera un pañuelo limpio, derramaría una lágrima. Voy a levantarme cuando Guillermo me toma del brazo.
-Un momento, ¡yo también voy! -Como todos lo miramos con cara de “qué rayos haría un profesor de Educación Física en un trabajo lingüístico”, nos aclara-: primero, no tengo dónde vivir, por ahora estoy en casa de un amigo y no quiero molestar, además puedo serles útil de muchas maneras y no les costará un peso.
-Estamos de acuerdo- digo interpretando a los demás, ya somos cuatro, y aunque en la tienda de campaña caben tres, aplicaremos el solidario refrán: “donde caben tres, duermen cuatro”.
Celebramos con un refresco porque no nos alcanzaba el dinero para una botella de vino.

NOTA: Con la sola excepción de Guillermo, el profesor de Educación Física, los tres restantes tesistas: Erick Allesch, José Eduardo Barredo y Miguel Galán participaron entre 1968 y 1970 en dos seminarios de titulación sobre temas lingüísticos en la Universidad Católica de Valparaíso (hoy Pontificia), bajo la guía del profesor Félix Morales Pettorino. Los temas eran bastante distintos al mencionado en la novela

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