sábado, 30 de junio de 2012

Una mutación es siempre imprevista para el ser que la experimenta.

Mutación.

                                                   Félix Pettorino.

          Nunca supo cómo pudo haber ido a parar a ese antro húmedo y gelatinoso. El letargo le cerraba los ojos y le impedía hilvanar las ideas. Las cavernosas paredes de la caja hermética apenas le permitían estirar, de vez en cuando, las extremidades. Se obstinaban por permanecer rígidamente encogidas hasta provocarle calambres que lo hacían gemir sordamente.

          Sentía una vaga nostalgia por los sucesos recientes, que tanto lo habían impresionado, pero, a pesar de las lágrimas aun todavía húmedas, los había olvidado por completo. Su cerebro no cesaba de hacer esfuerzos increíbles por proyectar el pasado sobre un telón que se empeñaba en desafiarlo con su inmaculada blancura.

          A su alrededor. sólo reinaba la oscuridad y el silencio más completos. Apenas la interrupción, por breves momentos, de un glogloteo espeso, como el de una ciénaga, que le venía desde el rincón más negro del agujero.

          Sospechaba que una fuerza misteriosa y tremenda lo había arrojado hasta allí, Dios sabe con qué inconfesable propósito. Parecía estar condenado a permanecer en ese estrecho habitáculo de tinieblas por un tiempo tan largo como impreciso.

          ¿Cuál podría haber sido su culpa? No acertaba a imaginar qué abominable circunstancia pudo haber provocado la cruel relegación de su alma y de su cuerpo en ese mundo tenebroso y enigmático que se le presentaba tan hostil.

          La mente en blanco divagaba vanamente, perdida en medio de las sombras.

          Se palpó el vientre. Notó que había crecido desmesuradamente como si pugnara por reventar. El cuerpo, las piernas y los brazos habían aumentado groseramente de volumen. Todo se le manifestaba como aterradoramente extraño, deforme monstruoso. Algo tremendo e inimaginable estaba a punto de pasar. El corazón le palpitaba con inusitada furia, hinchándole el tórax.

          Y no podía evitar que la mente continuara ofreciéndole toda clase de visiones fantasmagóricas, como si tuviese frente a él un caleidoscopio luminoso en un giro permanente de formas retorcidas.

          Le parecía estar flotando sobre el Tiempo y el Espacio, dentro de un légamo rojizo y tembloroso que lo traía y lo llevaba de aquí para allá, como un cascarón a la deriva. Y él sólo atinaba a agitar las piernas con todas sus escasas fuerzas, pero el conato natatorio lo dejaba pataleando siempre, siempre en el mismo sitio, sin ninguna posibilidad de avanzar un ápice en medio de ese laberinto cavernoso.

          De pronto vio esperanzado cómo un puntito de luz amarillenta aparecía y desaparecía al fondo, como queriendo juguetear con sus ojos hinchados. Luego comenzó a crecer de a poco, lentamente, cual si fuese el lente de una cámara fotográfica anunciando con parquedad la misteriosa esplendidez de ese gran mundo exterior que él había soñado tantas veces y que hasta el momento le estaba vedado reencontrar.

          Un sacudimiento subterráneo venido desde el interior de la caverna lo hizo temblar de pies a cabeza con bruscas convulsiones, como si se tratara del comienzo de un cataclismo... ¿Sería ya el fin? ¿Hasta cuándo permanecería sepultado vivo en ese antro sombrío y pavoroso?

          El piso de la cripta empezó a ceder gradualmente, abriéndose en abanico, como si fuese la corola de una flor gigantesca.

          Las rugosas paredes de la gruta le comenzaron a oprimir con fuerza, primero el vientre y luego, las sienes. El dolor lacerante iba creciendo, creciendo, sordo y tenaz. Era imposible resistirlo sin estallar en alaridos desgarradores ..., pero la oleada de desesperados clamores acababa por morírsele antes de salir de sus pulmones, ahogada por la dura presión de la guarida, la que se había ido reduciendo inexplicablemente hasta identificarse centímetro a centímetro con su cuerpo y amoldándose a él como si fuera a formar una estatua de arcilla. Y él sólo fue capaz de emitir un chasquido seco, como el de la azada de un panteonero.

          El punto luminoso se había expandido un tanto, en un confuso ovillo de hebras doradas que se iban deshilachando en gasas nubosas. Parecía a punto de surgir un promisorio amanecer tras un abra de montañas.

          Sintió ruidos sordos, huroneos, como el de una multitud de ratas en su madriguera.

          Su cuerpo doliente fue forzado a enfilar comprimido por un túnel interminable, cada vez un poco más abierto, aureolado hacia la salida por un haz de rayos carmesíes que resplandecían hasta enceguecerlo casi por completo.

          El dolor se le fue flojando poco a poco, hasta convertirse en una sensación en que se mezclaba la paz con el gozo. El corazón inició la obertura de un armonioso sonsonete en que se plasmaba una melodía inefable, que jamás había escuchado. Sus entusiastas latidos lo hacían sentir cerca, cerca, cada vez más cerca, de algo sublime, que parecía estar transportándolo hacia la fuente misma de la Creación, en un éxtasis de lágrimas incontenibles.

          Se sentía próximo a alcanzar la Gloria de una existencia más real y más plena de la que jamás hubiera vivido.

          Pero el llanto tropezaba una y otra vez contra un muro negro y rugoso, cuya superficie amenazaba con arañarle el rostro y gran parte de la piel. Luego la opresión se convirtió en una suerte de abrazo titánico, como si quisiera reducirlo a un montón de hilachas desgarradas. Y las lágrimas impotentes se le agolpaban tras las órbitas enrojecidas.

          Había un doloroso crujir de huesos y nervios, un áspero rechinar de fibras, vasos y cartílagos pugnando, cada vez con mayor violencia, por alcanzar hasta la boca del túnel que, a pesar de su estrechez, se ofrecía radiante e irresistible, como la promisoria aurora de una nueva vida.

          Entonces fue cuando él, en el colmo de la desesperación, recibió de quién sabe dónde la energía suficiente para soltar con ímpetu su primer gran alarido, mientras experimentaba el imprevisto golpeteo de unos frescos aletazos sobre sus nalgas adormecidas.

 -"¡Es un varoncito!" - gritó alguien con alborozo.

viernes, 29 de junio de 2012

Cae la noche. Por Félix Pettorino.



Se hace tarde.

En el recodo donde tanta sombra
se reúne,
mi sendero se despeña
hacia el abismo polvoriento
donde crujen las cenizas.
Y cae la noche.

En vano
desde mi balcón florido
me vigilo
imaginando grietas, fibras, telarañas
y creo divisar las finas redes de captura
en todos los rincones.
El antro me aguarda
con sus muestras de calcinados fósiles
 y nada puedo hallar.
Sólo sé que el soplo de la escarcha,
afuera, va congelando
la bóveda de aire, carne y huesos
en que me he refugiado
sabe Dios por cuánto tiempo.

Y aún a lo lejos
ya presiento
   la fuga de mis venerados dioses,
 de mis flores, la luz, el fuego y el viento,
   también la ausencia de ti misma,
amada mía,
y de tantos gratos sueños
que quisiera conservar
para poblar mi silencio.

Pero la noche cae.

Debí haberlo sabido
que desde la alborada
comenzó a hacerse tarde.
Y me puse a pensar
en medio de la niebla
que todos nacemos enfermos
de algún mal extraño
que inevitablemente
nos desliza a algún agujero negro.

Entregados sin retorno
a crueles cohortes de verdugos invisibles,
ocultos entre las capas de la piel y la sangre
o, muy adentro, bajo la blanda corteza de los cuerpos,
nuestro fin en las piedras ya está escrito
desde hace siglos.

Y deberá caer la noche
en una hora cualquiera,
entre vanos ruegos y lamentos.

Mi balcón florido
pronto será un lecho de despojos y hojarasca
expuesto a los horizontes vacíos del Tiempo,
más allá de la Nada,
hacia donde todo en cenizas se diluye
tras un concierto de flautas.

Puedo imaginar
el doble cristal del reloj del tiempo. 
Ahí está el menudo grano
desplomándose, disolviéndose
rumbo al cero infinito.

Duerme, duerme,
ojalá
sin sentirlo
ni
 saberlo,
criatura.

La noche
sin apremio
va cayendo.
Ha llegado la sombría hora
de la paz
sin perdones ni glorias
 ni vuelta atrás…

martes, 26 de junio de 2012

¿Gracias a la Naturaleza, a la Vida y a Dios? ¿O también pena por lo malo que pasa o ha pasado?

Gracias, pero también pena...

                                                        De Félix Pettorino.

Gracias, Buen Dios, por todo lo creado:
agua, aire y sol; el pan de cada día,
la convivencia con tan nobles vidas
y el dulce don de amar y ser amado.

Pena, humano, por tus siglos perdidos:
agua, aire y sol a diario mancillados,
bienes sólo por el rico disfrutados
y el pobre en triste esclavo convertido.

Pena, humano, por tu materialismo,
placer efímero en su efusión ardiendo,
falso saber empujando hacia el abismo

adonde vamos todos en vil odiar muriendo
Por eso, aunque tarde, hoy comprendo
tu dolor, ¡oh, Dios!, por lo que soy yo mismo.

Hay tiempos de vida que duran menos que este soneto.

El tiempo.

                                  Félix Pettorino.

El tiempo marcha como un reloj desnudo,
su latir nos demuele lentamente,
es como dardo al vacío, indiferente,
o como el crecer de las raíces, mudo.

Hay un algo de traición en su transcurso,
un sigilo de llovizna sobre el prado,
una carcoma de origen ignorado
y un viaje sin retorno de dudoso curso.

Y pues así como pasa tan callado
y como va disolviendo en aguafuerte
seres, cosas y sucesos que han estado,

sin dejar que mude un ápice la suerte
ni volver un solo instante hacia el pasado,
así llegará, a su cita, fiel, la muerte.

La humildad lírica de una poeta se revela en un hermoso poema.

Humildad lírica de María Eugenia Berríos Carrasola.

La humildad lírica es una condición poco usual entre nosotros, los que a ratos nos creemos poetas… Podríamos preguntarnos si hay alguien (yo incluido) que alguna vez, cuando ha experimentado una frustración creativa, se ha atrevido a manifestarla. Tiene que ser un alma muy pura, muy sincera y sobre todo, amante y cristalina vertiente de la poesía como la que más, poseer un sentimiento estético tan profundo y sublime, como es el caso que deseo comentar de María Eugenia, que mueva al lector a entender lo que es, en verdad, la poesía en su exigentísima expresión. Por todo esto he llegado a sentir en el fondo de mi espíritu que estoy en presencia de una artista verdadera, al menos en el riguroso arte de “hacer poesía”.
Y como un botón de oro que pueda servir de muestra, voy a presentar para los oídos y la imaginación de los lectores de este modesto blog, el poema “Se escapó mi musa” que María Eugenia se atrevió a publicar en diciembre del 2009, Revista del Círculo” (de Escritores de la 5ª Región), Nº 59-60, Año 32, p. 34. Como galardón recibió un modesto segundo premio en un concurso de poetas de reconocido prestigio. Yo, hondamente impresionado por su nobleza lírica, haciendo “caso omiso” de los demás concursantes, pues, sin ninguna duda: …¡le habría dado el primero! Y, en cuanto al poema motivo de este comentario, .helo aquí. Que el lector juzgue si es o no demasiado apasionada mi decisión.


¡Se escapó mi musa!

No dijo adiós.
Tal vez quiso ser ella,
tener su propio canto.
Se despojó
de mis silencios,
de mis versos cansinos.
Y se fue…
a contemplar cielos
y horizontes ignotos.
Tal vez buscó dormirse
en la pureza de una nube
o en capullos de anémonas
de un lejano jardín.

Ella estaba cansada
de mis afanes y desvelos,
de mis sueños…

Ah, mi Musa
me dejó sólo sus túnicas
de nieblas y lloviznas,
de hojas y de lunas.

Junto a mi lámpara,
en mi silencio pregunto:
¿Qué hará mi musa sin poeta?,
¿sin nadie que la sueñe?
¿Y qué haré yo,
sin ese cuerpo etéreo
al que vestía con mis versos?

jueves, 21 de junio de 2012

¡La guerra no es un juego de niños!

Banderitas de guerra.

De Félix Pettorino.


Fines de agosto de 1939, en la ciudad nortina de Antofagasta.

A medida que pasaba el tiempo, se sentían, cada vez con mayor frecuencia y con más denodada furia, ráfagas de tibios ventarrones marinos anunciando el advenimiento de la estación de las flores sobre el desierto más árido del planeta.

Sin embargo, había algo de turbio y agorero en su continuo golpetear durante las noches sobre las puertas y ventanas mal encajadas en los ranchos y mediaguas que habían osado trepar hasta una altura cada vez más distante del centro de la ciudad, en una suerte de desbande desesperado por salir de la segregación y la miseria, buscando, si no una pacifica soledad, al menos la esperanzadora compañía con sus iguales y el giro venturoso de la rueda fortuna que caería del cielo justo en el lugar indicado para celebrar el batatazo...

Y aun cuando había retornado cierto ambiente de paz y de sosiego en el país, después del retorno de la democracia, primero con el León de Tarapacá, que, a pesar de las promesas de acabar con el odio, hubo de ahogar en la Torre de la Sangre los devaneos juveniles de siete decenas de nacistas universitarios, y luego, con Pedrito Aguirre Cerda, traído prácticamente en andas por la voluntad del pueblo con el Frente Popular, se sentían todavía, a través de la vocería de las radios y de las letras gordas en los titulares de los diarios, vientos de guerra, pero de una guerra de verdad, en el mismo corazón de la vieja Europa, con el inminente riesgo de convertirse en una conflagración de efectos devastadores sobre toda la faz del planeta...

A la sazón, yo, como suele suceder con los cerebros inmaduros, era un muchacho despistado, pronto a cumplir los 16 años, sólo preocupado más que del estudio, de las “tareas para la casa” con la que solían “chicotearnos” a diario los maestros de antaño y a duras penas podía captar las pálidas sombras de la realidad a través de los comentarios de mesa y de sobremesa con que solían terciarse los mayores. Por mi parte, no entendía mucho la vehemencia de los diálogos ni las caras de espanto con que solían acompañar a tales intervenciones orales y gestuales, y que -diría con franqueza- me provocaban más diversión malsana que real interés por los embrollados argumentos y considerandos de política internacional que se ponían en juego durante los alegatos.

Lo único que me quedaba en claro era que en la belicosa palestra había dos fuerzas en juego: una, de suyo potente y ganadora de mil batallas, representada por los Aliados, con Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos a la cabeza, y otra cuasi solitaria y sempiterna perdedora, la Alemania de los obstinados teutones, temeraria en sus pretensiones de abatir la soberbia de quienes –según su obstinado juicio- se consideraban los dueños y señores de cuanta determinación había que adoptar acerca del destino de Europa, que ellos daban por cierto que inevitablemente redundaría en el triste destino de nuestro inmaduro y estólido planeta...

De más está agregar que, sin hacer un mayor análisis, mis simpatías, frutos de la compasión por el más desamparado, no podían sino estar con el bando más débil, que sin asomo de duda, había sido hasta el momento el más aporreado por los no siempre justos avatares de la Historia: la humillada Alemania, cuyo mayor designio era el de acabar de una vez por todas con su oscuro pasado reciente y luego alzarse con un triunfo reinvindicatorio que pusiera las cosas en su lugar, para satisfacción y contento de toda su gente.

Y como ningún ser viviente era capaz de imaginar siquiera las atrocidades que vendrían después, con masacres, campos de exterminio e incluso, por el otro lado, con imprevistos ataques atómicos que diezmarían ciudades enteras, las dos corrientes se configuraban en un “fifty-fifty”, como se dice ahora, que tenía mucho más de lúdico que de ideológico, razón por la cual el tema había pasado a ser un irresponsable parloteo en que se mezclaban apuestas al voleo en favor o en contra de uno u otro bando, con desaprensivas salidas ingeniosas, a veces jocosas, del todo despojadas de la tensión que caracteriza las discusiones sobre asuntos realmente candentes.

De ahi que nadie se extrañara que, a poco de haberse iniciado las hostilidades, aparecieran en el comercio antofagastino unas cajas chatas, de cerca de medio metro de largo, muy bien presentadas con ilustraciones a todo color exhibiendo imágenes bélicas, cuyo contenido era un juego adolescente que consistía en un gran mapa de Europa a cuyo costado estaba incrustado un depósito rectangular dividido en dos secciones que contenían las consabidas banderitas de cartulina de los bandos en pugna, cuyo mástil era un diminuto alfiler de cabeza dorada: de una parte, los Aliados, representados hasta el momento por sus banderas, particularmente las de Inglaterra, Francia y Polonia; y de la otra, la del llamado “Eje”, que pese a abarcar en definitiva, como es sabido, a Alemania, Italia y el Japón, se limitaba por el momento sólo a la esvástica de los alemanes, gobernados a la sazón por el nazismo, a la cabeza -como se sabe- de Adolfo Hitler, el más loco político de la guerra que alguna vez hubiera sido parido sobre la faz del planeta.

Mi inmediata (y entusiasta) reacción fue la de tomar parte en el jueguito de marras. Primero: era barato y, como a la sazón me ganaba algunos piticlines hacíéndoles algunas clasecitas de Castellano a dos o tres alumnos algo atrasados, procedí sin más tardanza a la compra de la tal cajita, con su mapa y sus banderitas. La compra del juego bélico estaba perfectamente al alcance de mi bolsillo, sin necesidad de recurrir a la autorización o al auxilio de mis padres. Segundo: disfrutaría a diario con la emoción de un pasatiempo que me aliviaría la tensión propia de los estudios “humanísticos”, como pomposamente se denominaban en aquellos años ya lejanos. Y tercero: junto con familiarizarme gozosamente con la morrocotuda geografía europea, aprendería la historia contemporánea para contársela después hasta a mis nietos..., si es que me tocaba algún día la suerte de ser el profesor de algún ramo afín o acaso, años más tarde, convertirme en un abuelito chocho, bueno para contar historias y anécdotas del pasado... Esta última reflexión tuvo el mérito de ser mi único acierto.

En cuanto adquirí la cajita, claveteé el mapa con chinches en un rincón poco visible de la sala, la cual se encontraba al lado derecho del pasadizo de entrada. Era el sitio, por lo común desierto y reservado, donde había resuelto instalar mi pequeño estudio, consistente en un simple banco de madera provisto de una tapa barnizada de negro, donde guardaba libros, cuadernos y otros útiles de colegio. Y ahí mismo guardé las banderitas ensartadas con alfileres a guisa de mástiles, esperando ansioso el inicio de las hostilidades...

Fue así como empecé el ameno jueguito en los dos o tres primeros días de setiembre de 1939, con la toma de Westerplatte por los alemanes. Allí clavé mi primera banderita roja en cuyo círculo blanco aparecían alojados los negros trazos funerales de la cruz gamada. Luego vino la batalla de la aldea de Bzura que, después de trece días de sangre y fuego, combatidos denodadamente por los valientes soldados polacos, fue ocupada, dejando el campo sembrado de cadáveres de ambos bandos... Y en premio a su “hazaña”, los nazis fueron gratificados con la segunda banderita. A continuación, el 18 de setiembre, en pos de la toma de Tomaszów, empezó a gestarse el abatimiento definitivo de Warszawa y el día 28, el tercer diminuto emblema hitleriano se hizo acreedor a ser clavado ... “en el mismo corazón de aquel pueblo inocente, arrasado por una guerra de conquista que lo asolaba obligándolo a luchar hasta la muerte, pese a no entender en absoluto por qué había tanta saña en un conflicto que le era del todo ajeno... ¿Cómo es posible que un muchacho maduro como tú se encuentre enfrascado en ese juego del demonio..?”.

Fue lo que me increpó mi padre que, sin yo adivinarlo, me estaba observando desde la puerta de la salita mientras yo hincaba la tercera insignia sobre el círculo negro que marcaba la capital de Polonia...

Y, vencido por la fuerza de la razón, se acabó para mí aquella estrambótica diversión adolescente.

Fue el final del juego..., mas no de aquella espantosa guerra, que a medida que pasaba el tiempo, justificaba cada vez con mayor convencimiento la sabia y oportuna intervención de mi padre.

martes, 19 de junio de 2012

La vida en pareja es a veces más peligrosa que el matrimonio. De Félix Pettorino

Salvada providencial.

Esta era una chica dotada de tan grande experiencia sexo-amatoria, que para ella lo más natural de mundo era que cualquiera de sus numerosas parejas, normalmente sucesivas, no le durase más allá de unos dos o tres años, para no recurrir a una estadística más precisa que convertiría en ridículamente formal esta liviana historia.

Fue así como al mes siguiente de haber despedido a uno de sus incontables galanes, le tocó (no diré la suerte) sino la oportunidad de conocer a un caballero cincuentón muy bien vestido que andaba preguntando por el lugar donde estaba situado el Banco de Chile, ya que tenía apuro en ir a cobrar un cheque. Y la hora apremiaba, porque faltaban escasos veinte minutos para las 2 de la tarde, hora del cierre de todos los bancos.

Ante la pregunta del desconocido, la dama se apresuró a contestar:

– Muy sencillo y a la vez bastante cerca, por la calle Valparaíso, unos pocos pasos antes de llegar a la Plaza Vergara. (En esta parte debo informarle al lector que ambos transeúntes se hallaban justo caminando por esa calle de la ciudad de Viña del Mar).

– ¿Y dónde queda esa plaza, señora o señorita …, cuánto?

– ¡Señorita Marisol Urzúa, para servirle!  Pero no se preocupe usted, señor…

– Y yo, ¡Juan González Collipulli! – siempre a sus órdenes!

– ¿Collipulli? ¿No es el nombre de una ciudad sureña?

– ¿Por supuesto, señorita Mari… Queda en la región de Araucanía, a unos cuantos kilómetros al sur de Angol y Mulchén, entre ambos pueblos, como formando un triángulo. ¡De ahí es mi familia! Estoy de paso por negocios en esta ciudad…

– Don Juan: ¡Recuerde usted que mi nombre es Marisol!

–¡Sí, si! ¡Marisol Urzúa! El hombre se anduvo “achunchando un poco” ante olvido tan poco digno de un caballero que se precie de ser atento con las damas. Pero, por suerte se reivindicó por el solo mérito de haber recordado el apellido de la “señorita”…

– Mire, don Juan – interrumpió Marisol. Ambos vamos caminando en este momento por la calle Valparaíso de Viña del Mar. Nos faltarían sólo tres cuadras: Villanelo, Etchevers y Quinta para estar a un paso de su Banco. No nos demoraremos ni cinco minutos en llegar, aunque vayamos conversando tranquilamente, como lo estamos haciendo ahora…

–¡Nunca sabré cómo agradecer su gentileza, señorita Marisol Urzúa…, ¿no ve que ahora sí que le recuerdo muy bien su nombre y apellido?

Y mientras hacía esto la miraba fijamente y luego la remiraba por todos los contornos. No cabía dudas que estaba feliz de haberse topado con una dama de tan bello rostro: cutis terso de un blanco algo sonrosado, ojos grandes de pupilas verdes, lindo cuerpecito guitarroide y piernas muy bien torneadas, realmente deliciosas… “A ojo de buen varón”, representaría a lo sumo unos 45 años…

Marisol sonreía coquetamente, agrandando las pupilas con sus negras pestañas encrespadas, de sobra adiestradas en el galanteo con varones bien “entaquillados”, que como ella estaba temporalmente libre de compromisos amatorios, encontraba muy oportuno intentarlos, sobre todo en estas circunstancias, en que se topaba, después de un largo quinteto de semanas, con un más que posible “Don Juan de sus amores”.

Y así charlando, charlando, a los diez minutos estaban ambos en las mismas puertas del banco. Y antes de que Marisol pronunciara una sola sílaba, ahí estaba el tal Juan González Collipulli, poniéndole a Marisol, en su linda boquita, el índice de su mano derecha para silenciarla, a la vez que le decía:

– Le suplico, por favor, señorita Marisol, que me espere muy sentadita en el banco de aquí al lado. Se ve que hay pocas colas, yo vengo solamente a cobrar un cheque por dos millones de pesos por la venta de una camioneta y en reconocimiento a su gentileza, ¿qué le parece? ¡la invito a tomarnos un cafecito, un aperitivo o lo que Ud. guste y luego la llevaré con todo agrado a su casita…! Para ello basta que Ud. me indique donde está su domicilio…, ¡y la dejaré en la misma puerta!

Como es de suponer, Marisol aceptó apenas con un leve guiño tan galante ofrecimiento y se dispuso a esperar al caballero muy sentada en los cómodos sillones del hall principal del banco que, por otra parte, estaban muy cercanos y a la vista.

Lo demás, amigo lector, para usted será fácil colegirlo. Así es que me ahorrará palabras: Don Juan cobró su cheque (¡era por los dos “guatones”! Y condujo en su BMV a la bella Marisol  hasta su propio departamento en el 6º piso de un edificio en el cerro Recreo. Ella misma lo invitó en la seguridad de que sus chicos almorzarían en la Universidad y no habría testigo alguno del triunfal inicio de una vida en pareja que, al tenor de sus cálculos, auguraba al menos un año de duración.

Saltándonos los detalles íntimos del caso para evitar sonrojos, aseguraremos que todo sucedió como lo esperado por Marisol y, según también supongo, por el propio don Juan, de modo que quedaron ambos comprometidos a reanudar la cita con redoblado esfuerzo para el próximo jueves, a solo unos tres días de la primera cita y a la misma hora, esto es, en la entrada del Banco de Chile, a las 2 de la tarde. De allí Don Juan transportaría en su BMV a Marisol rumbo a su departamento de Recreo…

Mas, hubo solamente un detalle que inevitablemente se le escapó a Marisol, nuestra heroína (si así cabe llamarla). Y es que para ese mismo día jueves estaba programada la suspensión de clases como consecuencia de una reunión de estudiantes universitarios que se hallaban programando una nueva huelga general por denegación gubernamental de sus justas peticiones. Y como todo se programó en una situación de emergencia, los estudiantes, después de una prolongada sesión que duró hasta las 13 horas, se retiraron a sus respectivos domicilios.

Así fue como Marisol Urzúa y Juan González ingresaron al departamento pocos minutos después de haber llegado hasta dicho lugar los tres hijos de aquella. Y sin saberlo, se encerraron en el dormitorio ex matrimonial para disfrutar plenamente del pacto acordado solo hacía tres o cuatro días.

La zafacoca que se produjo casi no es para narrarla. Resumámosla:


Al sentir ruidos más que sospechosos en el dormitorio de su madre, se levantaron los tres provistos de sendos garrotes, que eran nada menos que un bate de béisbol, un sopapo del WC y un escobillón.. Abrieron la puerta del dormitorio a golpes y al ver a un hombre macizote, aunque ya algo entrado en años, haciéndole algo malo a su madre, que apenas se divisaba perdida bajo el corpachón del que presumieron era un asaltante, no encontraron nada mejor que correr hasta donde él estaba y golpearlo con todas sus fuerzas a garrotazo limpio.

Don Juan, como pudo, se libró de las graves heridas que pudieron haberle inferido los muchachos, gracias a las frazadas y cubrecamas con que se protegió; pero hasta ahí no más llegaron las cosas, porque el novel candidato a convertirse en una nueva pareja de Mirasol, tuvo el tino de huir de aquel infierno de golpes, en paños menores y como alma que lleva el diablo. Por suerte su BMV lo esperaba en uno de los estacionamientos subterráneos del edificio.

Y he aquí las tiernas palabras que  Marisol, todavía asustada, pronunció ante sus tres retoños:

– ¡Gracias, hijos míos queridos! ¡Me libraron de una buena!… ¿cuál?

lunes, 18 de junio de 2012

Lector: ¿cree Ud. que cabe el ridículo en una charla de Literatura?


Tatarita y Locateli , dos muchachos freaks en un curso de antaño.

(cuento humorístico y meramente imaginativo de Félix Pettorino)

         Rigoberto Monardes y Jacinto Munizaga, pese a la formalidad en que cabe presentar sus identificaciones oficiales, constituían la pareja más estrambótica y a la vez más divertida de ese tercer año de Humanidades en uno de los más prestigiosos establecimientos del norte chileno, donde por allá por los años setenta y tantos, tuve la suerte de cursar felizmente mis estudios con dedicación, compañerismo, disciplina y mucha, pero mucha diversión y alegría.

         Rigoberto, el “Tatarita”, era llamado así porque no podía comunicarse oralmente sino ametrallando las palabras, de modo que  era una real proeza entender al pie de la letra todos sus nerviosos mensajes. Su tartamudez le impedía ser un completo “buen alumno”, aunque sí lograba éxitos impensados, algunos memorables hasta para los mismos profesores cuando se trataba de pruebas y exámenes escritos, porque era un verdadero campeón, un “caperuzo” de la redacción compuesta sobre el papel o de los ejercicios matemáticos resueltos en sus bien ordenados cuadernos, y de desempeño sorprendentemente brillante cuando correspondía escribirlos sobre la pizarra con una rapidez de experto.

         El “Locateli”, que era Jacinto, por su parte, parecía un chiflado o un loco de atar; pero bastaba que llegara la tarea de componer un poema , una descripción, una historia o un cuento en las clases de literatura, para que dejara a todos sus compañeros con la boca abierta, empequeñecidos como enanos y en un estado de estupefacción, no solo por su espíritu creativo y  la riqueza de su vocabulario preciso y oportuno en los más diversos estilos, sino también por su extraordinaria capacidad para el dibujo, el grabado y la pintura, donde –sin ningún asomo de duda- aventajaba con creces hasta al mismo profesor, que tenía fama de haber ganado menciones honrosas en unos cuantos concursos nacionales.

         Milton Olivares, nuestro profesor jefe, solía comentar en tono no exento de evidente ironía dirigida a nuestro curso cada vez que se producía un éxito de envergadura en los trabajos presentados tanto por el Tatarita como por el Locateli: -“Ya lo saben, muchachos: bajo malas capas suelen ocultarse los toreros más famosos. Y al revés: bajo las buenas capas de ustedes, que son el resto del curso, se generan las de menor calidad y rendimiento…” . Así es que: ¡a ponerle el hombro al estudio! Miren que no creo que para ustedes sea tan demasiado difícil superar al “Tatarita” y al “Locateli”, siempre y cuando se propongan hacerlo y lo hagan como suelen realizarlo esos campeones del verbo: con tenacidad y devoción, que son las dos llaves maestras de éxito.

         El contraste se notaba especialmente cuando el Tatarita tenía que hacer una exposición oral frente al curso, lo que sucedía (como es natural y así lo ordena la sabia “pedagogía” de los docentes de verdad). La ocasión crítica se presentó en aquella  memorable sesión en que le correspondió disertar acerca del arte frente a un profesor español, cuyos sesudos trabajos de literatura habían puesto su fama a un nivel envidiable, no solo en la península ibérica, sino también en nuestro más modesto ambiente latinoamericano.

         Al catedrático hispánico, que venía de visita a Chile, le correspondió presenciar las exposiciones de los más destacados alumnos de diversos establecimientos fiscales y particulares de casi todo el país, entre los cuales, gracias a un bien ganado prestigio, se hallaba el establecimiento al que pertenecían Rigoberto Monardes (alias el Tatarita) y Jacinto Munizaga (alias el Locateli), los cuales, el profesor visitante, después de haber seleccionado sus nombres y apellidos como alumnos destacados en los registros oficiales del liceo, los designó para que actuaran en una clase magistral donde él haría a la vez de expositor y director, eso sí que al término del acto que sería cuidadosamente preparado por alumnos y profesores del plantel.

El rector del liceo, no bien supo de la “objetiva” y “oficial” selección del catedrático visitante, puso el grito en el cielo y trató por todos los medios de evitar que el Tatarita y el Locateli fueran los escogidos para la ceremonia. Lamentablemente reaccionó demasiado tarde, cuando estaba ya todo “oleado y sacramentado” por decisión irrevocable del distinguido catedrático español, quien, ante las tímidas objeciones sugeridas por el jefe del establecimiento fiscal, que a él le parecieron ridículas, puso en el tapete de su réplica “el carácter oficial irredargüible” que demostraban tener las brillantes calificaciones de ambos estudiantes en el ramo de la Literatura, y no hubo más remedio que “agachar el moño”, aunque fuese por mera cortesía ante el imperio de la voz demandante de tan distinguida e importante visita.

Hubo que lamentar, además, que recurriendo a un brevísimo sorteo, le correspondió actuar, en primer lugar, al Tatarita. El tema  que los alumnos debían exponer era nada menos que algo un tanto problemático: “¿Cuál es la esencia del arte?

         – Lar-lar-tete –empezó- pro ¡cede cede! del grin-go. Gri gri eee go tejen, tejen, mani, maní, fies fiesta la la  las belle bezas en playa en en ke ke ke se se se ex ex playa un un un auto sí un autoor, pinpinpin totor, mu mu mu si si si coco keke es un bus, caca to-do ro de de lalala be be be llelle zaza…

         – A ver, a ver, ¡un momento! –interrumpió muy serio don Milton Olivares, que era el profesor que debía actuar como conductor de los expositores:

  – ¡Aache! Eche, Eche, acércate vení pa’cá y tra tra tradúz cale el tra trabajo al Loca... Mona, Monardes, pa, para que entendamos un poco mejor de qué se trata con esto del Ar  re te te…

         El Locateli saltó como un canguro desde el asiento de honor que ocupaba y en un dos por tres se dirigió al lugar exacto en que se hallaba exponiendo el Tatarita, le arrebató de un tirón el discurso que se partió en dos por el aire y remedando el grito estridente del Bigote Arrocet, cantante cómico de moda:– "¡Juístete!, -¡Juístete,  pero no gorviste!",  lo empujó obligándolo a sentarse en el suelo, luego cogió la miserable parte del papel que quedaba en sus manos y procedió muy campante a leerla como si fuera una página completa:

         – El arte procede del gringo “tejen” belleza en la playa donde hay un auto que es un bus, busca  la belleza del pim pim…

El auditorio estalló en carcajadas (a pesar de que no estaban en una vulgar sala de clases: estaban en el paraninfo, en el salón de actos del liceo). Daba la impresión de que el Locateli (como era su costumbre) estaba convirtiendo en chacota el escrupuloso trabajo partido en dos del pobre Tatarita.

Y el profesor que actuaba como consultor de la exposición literaria lanzó un imperioso clamor histérico que obligó al Locateli a suspender la exposición en medio de murmullos y risotadas aguantadas a duras penas por el público, compuesto en gran parte de alumnos y unos cuantos profesores de la asignatura. Y en el colmo del paroxismo provocado por el celo académico ante tan grosera tergiversación de lo que es el Arte, chilló frenético de ira:

-¿Qué se ha imaginado usted, Loca, Loca Muni…caga, que me viene usted a hacer esto, es decir, a embarrar la cháchara, digo la charla del Mona,  que arde? ¡Es una espantosa falta de respeto a la autoridad culi…culiteraria visitante aquí presente y no se la voy a aceptar…!

Ante la nerviosa intervención del profe, las risitas contenidas y los ruidos sordos, que ya parecían quejidos, y el notorio aumento de volumen de las expresiones intercambiadas entre los afectados, no hubo más remedio que poner término a espectáculo tan escasamente “culi-toral”.

Ello obligó al señor rector, que era un conocido poeta lírico y cantor de tonadas de la región, a suspender la conferencia, a ofrecer las públicas excusas de caso y a retirarse del lugar con el menor aspaviento posible.

Mas, no bien hubo salido, cuando se dejó sentir una suerte de cosquilleo quejumbroso que terminó explotando en ruidosos pataleos y carcajadas. El cosquilleo quejumbroso era del rector, del catedrático invitado y de los profesores… Y los pataleos y las carcajadas, que retumbaron durante varios minutos por todos los ámbitos del paraninfo, del aparentemente desilusionado y para nada amargado público asistente.

En adelante hubo una severa admonición de parte de rectoría para dejar tanto al Tatarita como al Locateli en calidad de alumnos condicionales, solamente autorizados para desarrollar sus trabajos, pruebas y exposiciones por escrito y sin comentarios orales de ninguna especie.

domingo, 17 de junio de 2012

¡Qué tristes y solos se quedan los viejos!

Lamento de un anciano.

                                                                       Por Félix Pettorino

Sembré voces al viento,
eché a volar pajaritas.
Mi cosecha la presiento:
¡ya nadie me necesita!

Salvé a náufragos del tiempo,
serví de alero en la lluvia,
fui vigía en el lamento
¡y ya nadie me pide ayuda!

Voy entre nieves perdido,
todo sol en mi alma muere,
los que me amaban se han ido
¡y ni sé si Dios me quiere!

Hablo y nadie me comprende;
si ruego el ¡no! es rotundo;
si ofrezco amor, no me entienden.
¡Ya no vivo en este mundo!

Mi vida ya no es ni esperanza:
es un túnel sin salida,
las fuerzas ya no me alcanzan
para curar mis heridas.

Vivo muerte anticipada
en esta frágil garita,
voy derecho hacia la Nada
¡y nadie me necesita!

Hundido en mi noche negra,
apenas si ahogo un grito
que ignoro hasta dónde llega:
¡Dios mío, te necesito!

sábado, 16 de junio de 2012

¿Puede salir adelante en la vida una joven desamparada?

Una niña desamparada que supo ampararse sola.


Por Félix Pettorimo.


         Quiero contarles la historia de una nana, a quien tuve hace una montonera de años viéndola sobrevivir con éxito en las cercanías de los años plateados, presentándose muy temprano cada día hasta después de almorzar, como una dama ágil y desenvuelta que no parecía haber pasado nunca la barrera de los sesenta.

Doña Edelmira era madre de tres hijos, un varón y dos mujercitas. Hacía ya un par de decenios, que gracias al tesonero trabajo de ella, habían aprendido a valerse por sí mismos en los azares de la vida, por lo cual, ya desde las postrimerías de su adolescencia, habían cursado ciertas carreras de servicio o meramente técnicas, tal vez no propiamente universitarias, pero sí de carácter lo suficientemente útil como para ganarse la vida igual que cualquier ciudadano del montón y, de yapa, con algún plus sobre la mayor parte de los jóvenes que logran llegar a esas alturas.

         No obstante lo dicho, mi nana no tuvo una infancia que pudiera ella alardear de feliz. A la temprana edad de quince años, su madre, que convivía con un hombre joven y ocioso, la expulsó de la casa, porque, según le confesó, le era imposible mantenerla, debido a los cinco hijos que además de ella había llegado a engendrar y a la circunstancia de que habiendo fallecido repentinamente su esposo legítimo del cual estaba separada, le resultaba imposible mantener esa descendencia como para seguir alimentándola como hija mayor  y sufragando a la vez todos sus gastos. Pero la verdad era otra: notaba que su pareja, al que por su juventud no quería perder, solía actuar afectivamente como si fuera el verdadero papá: besaba continuamente a su niña en la boca,; y hasta una vez, cuando era un tanto más pequeña, se había acercado a la cama de la criatura y lo había sorprendido tratando de desnudarla.

         Edelmira, la niña abandonada por su madre, debió partir durante una fría tarde vespertina de otoño portando una bolsa gruesa de papel café con la escasa ropita personal que logró juntar para irse a refugiar al parque o a la plaza Victoria de Valparaíso o, en el mejor de los casos, adonde tuviera la suerte de ser acogida. A poco de ofrecer sus servicios golpeando puerta tras puerta para ser contratada como empleada doméstica, se percató de que no estaba en posesión del mínimo requisito para optar a un trabajo: la cédula de identificación, carencia esta que hacía imposible su contratación.

         Y como se le hizo de noche, se vio obligada a refugiarse en un banco de la plaza principal, el cual, gracias a su longitud, le permitió acostar allí su cuerpo en la dura madera, apoyando su cabecita en la bolsa ablandada con su ropa, a fin de pasar la noche rogando a Dios que al día siguiente su suerte empezara a dispensarle un vuelco más favorable como para seguir al menos alimentándose y satisfaciendo sus necesidades más esenciales.

         Después de haber dormitado pestañeando a ratos con el temor de que algún policía o intruso viniera a perturbar su descanso, despertó con el brusco remezón de una mujer desconocida, presumiblemente una prostituta del sector, que la apremiaba violentamente a abandonar el banco de la plaza, porque ella y varias otras de sus compañeras tenían ese lugar reservado para hacer trato con sus clientes.

         Edelmira se negó al principio a dejar el sitio que había escogido, aduciendo que había otros muchos lugares para descansar en la plaza y que por qué ella iba a dejarlo, cuando estaba allí recostada desde hacía varias horas.

         La respuesta de la mujer fue terminante:

         -¡Mira, chiquilla tonta, si no te sales de ahí, te vamos a sacar entre todas y luego procederemos a llamar a dos de los cafiolos que nos protegen para hagan contigo lo que se les antoje!

         A nuestra Alicia no le quedó más remedio que abandonar el banco de la plaza. Lo hizo pesadamente, abrumada por el sueño abruptamente interrumpido, mientras unos lagrimones le caían uno tras otro resbalándoseles por las mejillas.

         Optó por caminar sin rumbo esperando la alborada. Y se dirigió a la avenida Errázuriz, a la orilla del mar, donde pudo contemplar el hermoso espectáculo del rompimiento de las olas, formadas como batallones de combate en dirección a la playa, mientras la bóveda celeste iniciaba su proceso de luminosidad creciente. desnudándose poco a poco hasta hacer despertar la mañana en todo su resplandor.

         Apremiada por la necesidad de sobrevivir luchando por su subsistencia en un mundo cruel y desconocedor de todos sus pesares, caminó y caminó rumbo al sur e ingresó por calle Serrano hasta la plaza Echaurren, donde, después de ascender algunas cuadras, se topó con un negocio aparentemente modesto donde se preparaban y vendían empanadas, emparedados, pasteles y otros alimentos para servirse al paso.

         La dama que atendía era una señora gorda de una edad algo más que mediana. Después de echarle una ojeada a la niña mientras pasaba, la llamó para ofrecerle un sanguchito de queso, y al rato le preguntó si se sentía capaz de ayudarla hasta el mediodía, ya que su ayudante de cocina se encontraba con permiso a raíz de una gripe.

         Bastó ese ofrecimiento, para que la sonrisa volviera radiante al rostro de Edelmira. En cuanto le abrieron la pequeña puerta del mostrador, la dueña del local le hizo un guiño para que se acercara y le encajó un delantal y un par de guantes de trabajo, el que básicamente consistía  en ordenar los alimentos ya preparados en las diversas bandejas dispuestas sobre un mesón.

         Allí estuvo nuestra niña, dedicada a su labor hasta que llegó la hora de la tarde, en que, acabada la tarea, ya era preciso ocuparse del almuerzo. Edelmira se sacó rápidamente los guantes y el delantal y se dispuso a salir del local. Fue el momento en que la dueña, además de ofrecerle un frugal tentempié, le preguntó si tenía algún sitio donde dormir la siesta y la condujo hacia un dormitorio interior donde había varias camas ocupadas, ya que se advertía en la parte superior de las almohadas, las negras cabelleras de dos jovencitas durmiendo plácidamente…

         Edelmira avanzó en puntillas y se instaló en el lecho que estaba más a mano. Luego se sacó el vestido y en paños menores se introdujo entre las sábanas, arropándose con un par de frazadas livianas. Casi al instante,  vencida por un sueño irresistible, se durmió profundamente . ¡Hacía un puñado horas en las que  no había podido ni siquiera cabecear en aquel banco de la plaza!

         Habría dormido no sabía cuántas horas cuando la despertó un ruido infernal de música estridente y de gritos de jarana. No bien alzó el tronco sobre la cama cuando divisó que venía en dirección a su lecho la oscura sombra de un individuo tambaleante que al llegar a los pies del catre levantando chorreante un vaso rebosando de licor, la invitaba a beber mientras tanto “una piscolita”.

         Sin alcanzar a ponerse el vestido, Edelmira saltó de la cama, agarró a la pasada una bata de levantarse desde una de las camas y salió del dormitorio como alma que lleva el diablo, gritando enloquecida de pánico para que alguien la liberara de las garras de aquel hombrote, que para ella era el verdadero monstruo de una atroz pesadilla…

         Y como nadie atinó a atajarla, la niña con la bata a medio vestir se precipitó a la carrera hasta el medio de la la calle, donde fue sorprendida por una patrulla de policías que se encontraban cumpliendo su labor de vigilancia nocturna.

         Conducida a la fuerza como una vulgar trotacalles, fue a parar a la comisaría del sector, donde estudiados los antecedentes, quedó en calidad de detenida y conducida durante la mañana siguiente al juzgado de turno el cual ordenó su reclusión preventiva inmediata en un hogar de rehabilitación de jóvenes menores.

         Por fortuna en ese lugar tuvo un techo y alimentación y además, un ambiente no del todo ingrato, porque, dado su carácter humilde y apacible, sus compañeras la acogieron con simpatía Y aunque tuvo que ser interrogada en repetidas ocasiones, ella, temiendo revelar la identidad de su madre, se presentó como huérfana. Prefería la prisión con su dura disciplina antes de retornar el martirio de los malos tratos y al despotismo de quien parecía ser la autora de sus días. Se sentía favorecida por la carencia de una cédula de identificación. Afortunadamente, gracias a que durante toda su vida precedente había llevado una vida “puertas adentro” de su rancho, no había nadie que la conociera.

Más tarde, como labor propia del asilo, inició varios cursos de enfermería, que eran realmente parte importante de su vocación, y durante varios años  se entregó con gran dedicación al cuidado de los enfermos, en especial de los ancianitos pobres y desvalidos.

 Y su prestigio fue tal, que pudo ganarse perfectamente la vida con tal actividad, a la vez que en sus ratos libres ejercía, hasta después del mediodía, el oficio de  nana en hogares de personas de clase media.

         Más tarde, a los veintitantos años, se casó con un suboficial de la Armada y hasta el día de hoy vive en casa propia. Mantiene contacto familiar permanente con sus hijos ya casados, a los cuales suele visitar o recibirlos como visitas, junto a su prole de una docena de tiernos nietecitos con que la justicia de Dios ha querido recompensarla.

         Y como nana, no me cabe la menor duda: ¡es la mejor que he tenido en mi ya larga vida!